De «perras», «yeguas», censuras e inequidades

enero 18, 2020
5 min lectura

Luis Dávila Colón tocó fondo al llamar “perra” a la alcaldesa Carmen Yulín Cruz Soto. Con ese soberbio traspie, se enciende nuevamente en nuestra sociedad el eterno debate en torno a la libertad de expresión y la defensa de la dignidad de la mujer. Decirle “perra” a una persona (hombre o mujer), es un insulto degradante. Su gravedad como injuria parece provenir, al menos en parte, de esa detestable costumbre (por no tildarla de tradición cultural) de que los animales que cohabitan con nosotros (trátese de perros, gatos o gallos) son seres inferiores y desechables que podemos tirar como un pañal muy bien usado. ¿Mereció Dávila Colón la repulsa generalizada de la que sigue siendo sujeto? Sí. ¿Significa ello que la sanción que recibió (suspensión por una semana) y la que se propone públicamente (despido) están justificadas? No.
Por varios lustros y hasta décadas, Luis Dávila Colón ha sido y es la figura cimera de la portavocía anexionista en los medios informativos y redes sociales. Este servidor durante algún tiempo lo escuchó con frecuencia. En años recientes ya no tanto, siendo mis esporádicas visitas a su espacio radial motivadas por la curiosidad de saber si tiene algo que aportar sobre un tema en particular, o sencillamente porque la competencia en ocasiones no inspira durante el proverbial discurrir del tapón.

Dicho ello, esta no es la primera vez que Dávila Colón insulta, degradada o ridiculiza a una mujer. En años pasados llamó nevera (o palabras similares) a Velda González y a Luisa Gándara. Sexualizó el tema de las relaciones amorosas de Sila Calderón. Comparó a González con Rossana Soto para puntualizar que la primera “lucia[sic] mas[sic] ‘bonita’ y ‘comica'[sic]” que la segunda. A la propia Cruz Soto la llamó “Carmen Culín”. Claro está, las enemistades del analista radial no se limitan a la alcaldesa. Sus diferencias con el Grupo Ferré-Rangel y sus periódicos son ya legendarias.

Sus adversarios han puesto la deuda al cobro. Desde el periódico El Nuevo Día se hizo un llamado a boicotear el programa de Dávila Colón. Una profesora presentó en su contra una querella ante la Comisión federal de Comunicaciones (la cual no debe llegar muy lejos), mientras que Cruz Soto – con claras aspiraciones en mantener al acorralado analista en la mirilla (“pun intended”, como diría el americano) – anunció que se va a tomar par de semanas en “hacer otras declaraciones con unas acciones particulares”. Las redes sociales están cebadas de llamados al boicoteo de WKAQ y sus anunciantes para que boten a Dávila Colón. Hay un par de puntos que hacen de ese esfuerzo por descabezar al analista no solo un desafortunado, sino además peligroso.

El primero es bastante obvio. No importa cuán detestable sea lo que dijo Dávila Colón – y desde mi punto de vista llamar a una adversaria “corrupta” e “inmoral” está en la misma liga que “perra” – sigue siendo una expresión política. Uno de los mejores legados (y también créanme que los hay) que nos ha provisto más de un siglo de colonialismo estadounidense, es la progresiva expansión del derecho a la libre expresión, muy en especial, la política. Su protección conlleva tolerar prácticamente todo tipo de manifestación oral, corporal o escrita. Por ende es en la arena política donde claramente está ubicado el diferendo Dávila Colón-Cruz Soto y es donde debe dilucidarse lo que el primero dijo y como lo dijo. La expresión política está diseñada para ganar lo mismo concursos de simpatía que de antipatía. Pero es en el coliseo de la opinión pública donde la palabra que nos insulta y degrada debe ser combatida. Su protección está dada por la tendencia humana a reprimir el mensaje que repugna.

El segundo punto no resalta tanto, pero es igualmente ominoso. Carmen Yulín, Velda, Rossana y Luisa no son las únicas recipientes de comentarios degradantes y sexualizados. A Melinda Romero la llamaron “yegua perdida” o descarriada. A Evelyn Vázquez, en pleno siglo XXI, la tildaron de bailarina de tubo y “amante”. A Jennifer González la invitaron a desnudarse en el Congreso de los Estados Unidos y que se colgara una bandera de ese país entre los senos. Y esto no fue Dávila Colón, singularmente señalado como reflejo de la cultura macharrana. Este breve historial demuestra que, por más que se vocifere lo contrario, en nuestro País no todas las mujeres son iguales. Si se tiene tinte azul, usted puede ser comparada con un animal, vejada y sexualizada, sin que el registro histórico indique, excepto por ciertas honrosas excepciones, una repulsa de escala sísmica como la que ahora enfrenta el analista de El azote. Si tiene tinte azul y para colmo es gringa, hay licencia en las redes sociales para sexualizar sus actos como dándole “un canto” o “cantazo” por pulgadas al jefe político.

La censura, sea previa o posterior, no puede tener cabida en nuestra sociedad. Menos aún cuando atenta contra la libre expresión y es selectiva. Muy selectiva.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *